jueves, 18 de marzo de 2010

AL SON DE LA RUMBA


“mi voz puede volar, puede atravesar cualquier herida,
Cualquier tiempo, cualquier soledad, sin que la pueda controlar”
Yo Viviré

Era un ritual que respetábamos. Así lo sentía yo. Una cita que se repetía religiosamente; la misma fecha, la misma hora, el mismo lugar. Constituía para mí un puerto seguro y supongo que ella recibía algo de mi entusiasmo. Llegó a ser mi única certeza en los últimos años. Un espacio para escucharla. Su voz aliviaba mi alma atormentada. Su fuerza me sacudía las tristezas.

El calendario, colocado en la habitación, me recordaba el día señalado, diez y seis de julio. Lo dejamos marcado con tinta azul. Siempre lo hacíamos al encontrarnos. Nada había logrado cambiar esta fecha, ni siquiera la catástrofe del 2003. Nos reímos de esta hazaña en el encuentro del año pasado. También me riñó un poco.

-  Espero que logres llegar sobrio a esta fecha – me dijo- Aún escucho  su voz.

Con dedicación exploraba la preparación de nuevos tragos para sorprenderla con alguna extravagancia. Dedicaba horas enteras en preparar nuestro encuentro. Lograba salir de la inercia, en la que vivía atrapado, sólo por el placer de esas breves horas.

No me creerán, pero hasta el caos de mi casa se trasformaba, poco a poco, en las horas previas a su retorno. Desaparecía el desorden de vasos y botellas vacías regadas por doquier, de ropas tiradas por cada rincón, de platos sin lavar. Hasta los sucios, de diversos tonos, esparcidos por muebles y pisos, parecían despintarse. Asomaba el teléfono, ausente entre almohadones, perdido hace tanto; reaparecían los lentes de leer, que ya no usaba, la vida, que también, vivía extraviada.

El pequeño apartamento de soltero, del que alguna vez me vanaglorie, estaba convertido en una ruina. El único estimulo, que no había sucumbido a toda esta hecatombe, estaba representado por estos breves encuentros ocasionales.  Un conjuro, que intentaba vencer demonios.
 
La mañana de ese día, en el que sobrio, tenía la señal de su visita, amanecía con fuerza para recogerlo todo. Finalmente ordenaba el desastre en el que se había convertido mi vida habitual.
Parecía que despertaba de las pesadillas oscuras, sentía cómo la luz regresaba. Mi cuerpo me respondía de nuevo. Lograba levantarme de aquel sofá ya mullido, bañarme, peinarme. Recordaba quién había sido alguna vez.

Invocarla era fácil, con solo oprimir el botón play de mi equipo de sonido, su voz resonaba en el espacio de mi refugio. Sus tacones, pisando fuerte sobre el granito, anunciaban su presencia. Ella llegaba cantando “viviré, yo viviré” mientras  extendía su mano para invitarme a bailar. Me brindaba su risa, su optimismo en cada uno de aquellos breves intercambios.

Halándome  hacia ella, como un huracán bullicioso, lograba siempre sacarme de ese foso oscuro que me asfixia.
En esta ocasión y como  siempre solemos hacer, bailamos toda la noche. Me reconcilio con la vida, mientras, al ritmo de la música popular, inventamos pasos y vueltas, en un rito salsero, capaz de espantar pesares inaguantables.

“La vida es un carnaval, hay que vivir, no hay que llorar” canta  a viva voz, a la vez que recorre todo el salón con su tongoneo, envuelta en la melodía de esa salsa resucitadora que moviliza todo su ser. Yo la escucho como en trance, imito su danza, trato de absorber su vitalidad, bailando,  sin parar, hasta caer extenuado.

Horas más tarde, el silencio me hace volver a mí. Me descubro, una vez más, embriagado, desmayado, cautivo de este vicio, de esta adicción que no me da tregua y no me deja escapar de esta prisión.

Mi piel, toda está impregnada del veneno culpable de esta derrota. Asustado, en medio de esta soledad que me aplasta, veo con terror, que el intento de asirme a la vida, fue en vano. Me tambaleo frente al abismo.

Al abrir los ojos percibo la ausencia de Celia, la de mi infancia, la Celia Cruz del tiempo de mis padres. La misma que acompañaba sus bailes y celebraciones; de ellos heredé sus discos, su voz, la cercanía con su sombra.

Celia siempre parte, la reina de la rumba me abandona,  como todos, ahuyentada por esta enfermedad que me consume.

Retorno a mi infierno con su silencio. El disco ya no reproduce su voz, en la habitación no siento sus pasos. Mis alucinaciones se desvanecen. Las botellas  yacen vacías, esparcidas al lado de vasos rotos. Miro el escenario dantesco que cerca mis días desde este sofá mugriento que me cobija. Los fantasmas me persiguen, me acorralan, no logro huir.

Desde lejos escucho a Celia reprocharme… “Usted abusó, sacó provecho de mí,  abusó”.

Candela  Jiménez