miércoles, 21 de abril de 2010

Al son de la rumba

Encerrado en su soliloquio solo alcanzaba ver el fantasma de Celia

La voz de ella emanaba a gritos de su reproductor.

Con la fuerza de guarachas y rumbas intentaba aferrarse a la vida.

Una meta que lograba alcanzar sólo en esos breves instantes.

Fragmentos de existencia atados a los recuerdos de su niñez.

La verdad pesaba demasiado.

Sin saber cómo, un día, se perdió de sí mismo.
Ecos de fuego nocturno


Afuera suena una música que aturde, mientras intento leer tranquila. El humo, de la ciudad que se incendia, entra por los ventanales y me impide respirar con comodidad. Es un olor a todo quemado lo que está metido dentro del apartamento y dentro de mí. Me oprime el pecho.

Esta sensación de mareo y congestión no me ha soltado, en estos días, en los que la calina blanca cubre a Caracas. Me siento con la energía baja y veo cómo la decepción también nos invade.

Sigo leyendo otro rato “…entonces el silencio domina, la palabra hace equipaje, verbaliza el espejismo. La calle está llena de sombras…”

Alberto Hernández, con su voz, me acompaña en esta noche que se me alarga.

La música y las risas siguen sonando afuera, entran por mi ventana junto con el calor agobiante de esta noche. Los vecinos están de fiesta. Los jóvenes no se dejan detener por este clima, ni por los enojos del planeta. Los imagino bailando y contando historias de valentías.

No puedo separarme mucho rato del ventilador, escucho con envidia el rumor del aire acondicionado de mis vecinos del piso de arriba. Deben estar acunados por el frio. ¿Sentirán menos este olor a sequía, a montañas muriendo bajo fuegos interminables?

... “no basta el silencio por tan poco tiempo…” dice Alberto mientras yo sigo invadida por la rumba de los otros. Imposible la lectura por esta noche, en la que el desasosiego, que me produce esta bruma de contaminación y destrucción, no acalla el ruido de la ciudad.

Intentaré aturdirme con el sueño.

Candela Jiménez

tarea cumplida

A lo lejos vislumbré la puerta de salida. Era largo el pasillo para alcanzarla. Sin embargo yo saldría de allí.

Esa tarde esperé a que todos se marcharan. Me demoré, como de costumbre, entre papeles y tareas inacabables.

Sus gritos aún retumbaban en la oficina. La atmósfera gris a causa de su despotismo y grosería perduraban en el recinto. El irrespeto a todo y a todos constituía su práctica cotidiana.

Se acercó con pasos firmes a mi escritorio; me miro con sus ojos envenenados. Esta vez no le di tregua. Transformada en loba endiablada salté sobre su yugular. La sangre liberada salía a borbotones. No logró defenderse de mis garras y colmillos.

Cuando salí, mis labios ensangrentados, aún sonreían; al fin valieron la pena las horas de sobretiempo.

Candela Jiménez