jueves, 5 de agosto de 2010

Historias de abuelas

Muñecas de trapo, retazos de viejas melodías
 ( A las magas creadoras de muñecas)

Aquella mujer de ojos grises soñadores resolvió, una tarde cualquiera de un año que no recuerda, que dedicaría sus horas a crear muñecas de trapo. Sentada en su mecedora, en el corredor de la casona grande de su pueblo pequeño, imaginaba los personajes femeninos, hechos de telas, que deseaba construir. Diseñaba vestidos, lazos, sombreros, cabellos y ojos de diversos tipos. Todos bordados con sedalinas de atractivos tonos. Las voces infinitas de las mujeres de la historia acudían para acompañar sus horas de creación.

En el patio de su casa, rodeada de los olores de sus frutales, de helechos y cayenas de todos los colores, decidió, que en ese primer año, haría cien muñecas. Era un reto que le provocó asumir, sin saber, en un primer momento, qué impulsaba ese deseo repentino.

Con la muñeca en brazos, que le regaló su amiga Lucrecia, recordaba, con nostalgia, las muñecas que había hecho durante los primeros tiempos en que llegó a este poblado de montaña. También recordaba las muñecas de su niñez, las de los cuentos y las que, hacían para ella, su mamá y la abuela, las de la muñequera Rita, las de Zobeida, las del libro de Aquiles Nazoa que tanto disfrutaba, en la Biblioteca Pública, con sus amigas de clase.

Yolanda era una tejedora que amaba los hilos, las agujas, las telas y los algodones. Hija de costurera, sus manos estaban acostumbradas a crear, también, a deleitarse con las texturas de las fibras y tejidos. Desde chica, las abuelas del pueblo, le enseñaron los secretos de sus tradiciones, de las yerbas, de sus historias de vida, así como la importancia de protegerlos y atesorarlos. Se sabía tan afortunada, heredera de conocimientos ancestrales, y los quería legar, con la misma alegría con los cuales los había recibido. Tal vez esto la movía en ese deseo de llenar de muñecas de trapo cada rincón, cada casa, cada familia. El plástico, los juguetes mecánicos, los videojuegos, comenzaban a espantar los juegos tradicionales; nuestros cuentos y canciones se perdían. Así fue como su casa se comenzó a llenar de nietas, nietos y muñecas, papagayos, perinolas y el sonido de nanas, rondas, y risas. Cada semana se juntaban en una algarabía que alborotaba el pueblo y bautizaban las nuevas muñecas. La fiesta de polvorosas, turrones, conservas y suspiros era la ocasión para dar nombres a las creaciones confeccionadas por Yolanda, sus hijas, nueras y amigas.

Las abuelas y los abuelos eran invitados seguros en esas celebraciones. Participaban con sus ideas, regalando su sabiduría con el mismo entusiasmo con el que el batallón de chicuelos jugaba en aquellos días en el gran patio. Volvieron los caballitos de san Juan, los gurrufios, los títeres, llegaban de las manos de niñas y niños ocupados en imaginar y transformar su fantasía en juegos. El palito mantequillero, trabalenguas y adivinanzas llenaban de risas el lugar. Las muñecas de trapo consiguieron despertar un mundo que dormía olvidado en los rincones de la memoria.

En diciembre de ese año Yolanda había logrado hacer sus cien muñecas. Sus amigas celebraron con poemas y música el resurgimiento de una sencilla y dulce tradición. Como por arte de magia se propago por toda la zona el juego de hacer muñecas. Chicos y grandes participaban en esa aventura de crear personajes de trapo.

Cada una de las mujeres compartió, durante aquellas tardes de encuentro, en torno a la infusión de malojillo, sus proezas y realizaciones. Festejaron con sus textos, relatos y poemas, con las cerámicas y tejidos, con las tallas de madera, con las ricas comidas, con canciones y narraciones, trajes y artesanías. Todas las mujeres del pueblo brillaban contentas, ahora más seguras y confiadas, con sus dones de forjadoras de mundos infinitos, de conversaciones eternas, de solidaridades y hermandad. Eran capaces de la risa y las lágrimas, de acompañarse y escucharse. Con aquel sencillo juego de acercarse habían descubierto sus tesoros, se dieron cuenta de sus posibilidades y se atrevieron a soñar nuevas maneras de mirar y de ser.

Creo que las hermosas muñecas de Yolanda representan algo de nuestras vidas, en sus rostros hay mucho de esa ternura de magas y artistas, que duerme y pervive siempre en el interior de la persona que somos.

Yolanda llenó el patio de su casa de muñecas de trapo de todos los tamaños y tonalidades, lo llenó de amigas, de hijas, nueras, de nietas y nietos, de abrazos y juegos, de palabras y sueños posibles. Desde ese remoto tiempo Yolanda nunca más se sintió sola.

Marisela Fuentes