miércoles, 22 de septiembre de 2010

¿Quién era Carlos Martel?


A la enamorada silenciosa



Aquella tarde fue imposible reconocer esa voz que se despedía amorosamente de la persona que parecía haber olvidado. Fue un susurro, una dulzura inconcebible que brotaba de su boca. Yo la veía como a una desconocida. Me senté a su lado e intenté comprender y escuchar aquellas confidencias que en la penumbra del puerto caían como gotas de una llovizna antigua. El sonido del oleaje se confundía con las palabras y las emociones de esa extraña mujer, adolorida de pronto, por perder el amor que ya se le había escapado treinta años atrás. En realidad no hablaba conmigo, ni con nadie en particular que estuviese presente, sólo hablaba, como hacemos a menudo, con el que ya había partido.

La escuché en su largo monólogo, en el que con sorpresa de sí misma, se atrevía a confesarse y en el que abría su ser ante el ya ausente

- Ahora que lo pienso con calma reconozco tu presencia constante, aún en mis más graves soledades, en esas que están llenas de vacío. Tal vez por eso, en el fondo, no me sorprendió tanto tu regreso, cómo puede volver quien no se ha ido. Caminas hacía mí, con esos pasos inconfundibles, mientras los otros te despiden con los rituales ancestrales con los que decimos adiós a quienes parten para siempre.

Su voz entonaba un rosario de palabras guardadas que de pronto se desgranaban, una tras otras, sin el dique que, en otros tiempos, les había impedido salir. Eran como una ofrenda, un homenaje, más que al hombre, al sentimiento que alguna vez les había unido y que era desconocido para todos.

Ella decía mientras rearmaba los pedazos de rompecabezas extraviados:

- Han sido siglos con este amor a cuestas, un amor relamido, saboreado, degustado con infinitas ternuras y placeres. Un afecto construido con fragmentos de encuentros y de muchos sueños. Con tiempo para descubrirnos, en nuestras más temidas profundidades, de reconocernos en esa fragilidad que somos. Hemos sido cómplices de las desventuras vividas, en los días, en que alejados el uno del otro, fracasos y equivocaciones nos han derrumbado. En estas horas nos perdonamos errores y, tal vez, hasta sabríamos reírnos de las locuras cometidas. Imposible desdibujar imágenes y ensueños.


- Hace mucho dejamos de ser los enamorados, que algún día intentamos, cuando nuestros jóvenes y apresurados cuerpos indagaban, con avidez, los primeros signos del código de las pasiones universales. De aquellos años quedaron grabadas huellas que aún percibo claramente en olores, sabores, texturas, anécdotas que te hacen único en mi alma, debo decir, también quizás, en mi cuerpo.

-Tu presencia reaparece y puedo notar de qué manera sigues vivo con la audacia de tus veinte años. Sin embargo, lo mueves todo cuando vienes a mí, sacudes mis tranquilidades ¿Cómo permitir que irrumpas en mi mundo sin desbaratarlo? Ya todos los abrazos han sido entregados, como tesoros bien cuidados, los guardo al lado de los besos y las caricias, de las palabras y las miradas, bien planchaditos y almidonados en un lugar en el que no entran las polillas, donde nadie vendrá a curiosear y menos a desordenar este inventario de susurros y apegos. Por eso, con frecuencia, cierro las puertas con aldabas y candados al escuchar tus pasos, por eso huyo aterrorizada de tu cercanía, por eso desoigo tus llamadas y me escondo detrás de mi armadura impenetrable.

La tristeza lo invade todo y la voz de la mujer prosigue su letanía, mientras su mirada se pierde en el infinito de la noche que acudió despacio sin que la escucháramos venir. Confesándose, ante quien no logro ver, la oigo decir:

- La vida la hacemos con esos retazos de existencia que protegemos, ese mundo lleno de historias, sonrisas, sonidos, olores que han tejido emociones y pensamientos. Con la sabiduría acumulada en mis ochenta años de vivir como quiero, con la rebeldía tatuada en los surcos de mi piel, te propongo que sigamos encontrándonos en las noches de fuego, en las que, con la lentitud sabia de los amantes clandestinos, en el silencio de voces y en penumbra, enhebramos placeres infinitos. Descalza, sin atuendo y sin corazas, siempre vuelvo para amar tus veinte años y la plenitud de los volcanes, con la que vencemos al tiempo y la cordura. Me sorprendes ahora con tu muerte y se tambalea, una vez más, mi existencia. Sólo al ver partir tu cuerpo me atrevo a llorar tu ausencia de todos estos años. Digo – “Adiós amor mío” y en realidad digo: gracias por volver! te he extrañado! Evoco, ya sin temor, al Carlos Martel de mi juventud, al que siempre seguí amando aún en su total desaparición.

Ella se descubría ante mis ojos con esas frases amorosas nunca dichas. Mostraba un amor siempre oculto y lloraba a quien no conocimos. Preferí dejarla sola con sus fantasmas, caminé en silencio, ella ni siquiera notó mi ausencia, realmente creo que tampoco había percibido mi presencia. Seguí el hilo de mis inquietudes y dudas mientras en la distancia ella se iba haciendo cada vez más pequeña. Arropada en la noche fría con un centenar de interrogantes pensé: -Tal vez logre descubrir algún día quién fue su Carlos Martel de estas historias secretas.
Marisela Fuentes
Julio 2010

No hay comentarios: